No eran más de las dieciocho horas cuando me despertaba para iniciar la supervivencia en este azaroso y cruel mundo en cual vivimos. Mi papá siempre decía “vivís el mundo del revés”, y en efecto, tenía razón. Me despertaba cuando el sol había iniciado su descenso, comía algunas tostadas con queso untable y un cappuccino para subsanar la falta de alimentos que debería haber ingerido durante el desayuno y el almuerzo, y, terminado dicho acto, comenzaba la ardua lucha contra el sedentarismo y la cotidianeidad que me hostigaban a diario. Aclaro que, además, se debatía en mi cabeza un duelo psicológico a cerca de la dicotomía de creer si estábamos llevados a la predestinación o si seríamos artífices de nuestro propio destino; hubiera sido beneficioso para mí optar por la primera posibilidad, pero muy dentro de mí sabía que estaba lejos de ello.
Las horas transcurrían y sumergíame en el mundo de las ilusiones y utopías, las proyecciones, ese axioma universal de la vida tipo, feliz, ese cliché que me habían impuesto cuan niño. Pero al mirar el reloj, ya había pasado media noche y no había hecho nada de mi existencia, no había incorporado nuevas tendencias, ni quebrantado paradigmas.
Necesitaba un plan, al que debía visualizar, por ello opté por trasladarme al mundo paralelo más abstracto e ideal que tenía a mi disposición. Tomé un DVD, lo inserté en el reproductor. Encontré una historia, una vida, me transformé en un personaje, todo tenía sentido, formaba parte de un grupo de pertenencia el cual también me pertenecía. Cambié mi voz, mi indumentaria, fui testigo de dos excitantes horas en donde el planeta, ese geoide cuerpo azul, parecía girar a mí alrededor. Me hablaban, miraban, tocaban, querían; la integridad, formaba parte de mí.
No eran más de las dieciocho treinta horas cuando me despertaba para padecer, otra vez, todo el conjunto de estadíos que me asediaban en la totalidad de mis días. Era paradójico encontrar la complejidad en los actos eventuales asimilados por el común de las personas que me rodeaban. Observaba con indiferencia el paso de los segundos, los minutos y las horas, cuando el ensordecedor sonido del silencio anunciaba la medianoche, sombría y elegante. Sumido en la monótona penumbra de mi hogar, o mi vida tal vez, entendía que debía amalgamar el tiempo perdido.
Necesitaba un plan, la evasión se presentaba como la candidata más certera. Pensé en Tolstoi, sí, él podría ayudarme. Procedí a tomar un viejo tomo, descolorido, que intentaba ser verde musgo (anteriormente hubiese dicho tan solo verde, pero la complejidad de las nomenclaturas de los tiempos modernos no me permitiría ser tan obtuso). Inevitablemente se produce esa metamorfosis tan anhelada. Había abandonado mi habitación. Era un imponente caballero, respetable y honorable de la ajetreada Edad Media. Todos parecían observarme atónitos, con un dejo de admiración. Viví las tres horas más excitantes del día en que me encontraba, hasta desvanecer.
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